Juan José Prieto Lárez*

Las puertas de las casas en todo pueblo permanecen entreabiertas día y noche. A veces las miradas chocan, las de afuera con las de adentro. Los de adentro reconocen el caminar del que pasa con intenciones inadvertidas. Saben de su ropa, camisa y pantalón y mira la calle y la fachadas de muchas otras casa. Una visión periscópica. Los de afuera conocen una diagonal interior de cada casa; la puerta de una habitación, parte de otra, el color de la cortina que la cubre, más una parte de la sala, para conformar ese triángulo visual. En una hendija hay un ojo permanente, vigilante.
Esta propuesta de convivencia alienta la imaginación por construir la vida allá dentro acá fuera. Hasta no hace mucho La Asunción perteneció a este clan de visionarios dando vida a un largo poema de acontecimientos. Lo que valida una pregunta: esto o aquello, pasará solo aquí? Está demostrado que no. Por estos días se ha desatado una adicción por el desnudo ante cualquier conjuro. Aparece el desnudo como signo inquietante en una sociedad netamente conservadora. Hay quienes sugieren el desnudo como trastorno asintomático de protesta. Hay pupilas que no se dilatan ante la desnudez. Poco a poco cedemos haciéndonos los locos ante desnudos de cuerpo y alma.
Bien, a lo que voy. Allá en Barlovento, por una calle larga como una culebra seca, vivía Bonifacia Salmerón. Matrona de altos quilates, con una lengua afilada en los menesteres comuneros. No discriminaba al momento de escupir sospechas, sentencias y ajusticiamientos contra quien fuera. La hendija de su puerta condenaría, sin vacilar, su ojo brujillo. Gumersindo Ruiz era la víctima predilecta de aquella lengua inquisidora. Todas las madrugadas al pasar con sus tonteras etílicas por callelarga, serían comidilla al día siguiente por el resto de sus amigotes, a tal hora, con fulano, con zutana. Hasta que llegó la hora de quiebre de su paciencia. Un día llegó el presidente Rómulo Betancourt a inaugurar una planta eléctrica. Ese día Gumersindo se mantuvo cauto en una gran fiesta en todo el pueblo. No probó una gota de nada espirituoso. Pero si tenía de caleta una botella de ron blanco, un misil listo a ser disparado. La apuró por sus vísceras cuando el resto de la población se retiraba a sus hogares. Pasadas las dos de la madrugada Gumersindo sintió los rigores de juma. Era el momento de su venganza. Se sacó su pipe justo a pocos metros de la casa de Bonifacia y comenzó a zigzaguear el chorro de meao hasta perfumar toda callelarga. Al día siguiente sus amigotes le decían: te portaste bien anoche, ni tomaste una copita. Gumersindo pensó para sus adentros: ¡eso creen ustedes güevones, ahora nadie me vio!
*Periodista
peyestudio54@gmail.com

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