Juan J. Prieto L.*
Los registros de un éxodo universal son alarmantes. El paisaje terráqueo se distingue abrupto, por caravanas humanas atravesando líneas divisorias que son borradas por el ímpetu. Son los surcos que demarcan territorios vueltos hostiles, muy sensibles a la respiración fatigada de caminantes confusos, vulnerables e indefensos. Sus ropas de sudor trashumante extrañan el suelo originario de naturaleza real, muy desprendida del espectáculo lúdico que extraña lo honesto y el propósito de convivencia celebrado sin sonrojo.
Día a día nos hemos convertido en mensajeros de inmutables adioses, soportados por una postura férrea que contiene el llanto para prodigar la esperanza, así como la misma que prodigamos a los ríos, a los mares y hasta el mismo viento porque siempre están de vuelta. Pero los amaneceres copiosos de incertidumbres, enloqueciendo el destino de cada quien sintiéndose opacado en su ánimo, aunque avivado su furor guerrero. Respiran los montes, las garúas, el peligro, el frío y la candela, pero cobijan a los suyos de la ceniza, y ardores de la fiebre, en fin, del estallido de las desgracias.
Para no dar más vueltas al sin remedio, hagamos un ejercicio de imaginación y miremos el mundo dentro de diez, quince o veinte años después de nosotros, quienes tengan tiempo asistirán a un mundo totalmente diferente, las lenguas mezcladas darán paso a una configuración del lenguaje, habrá nuevos dialectos, las facciones de los rostro cambiarán de tal manera que nos será imposible adivinar su verdadero principio, se entrecruzarán los genes para ensayar el nacimiento de nuevas razas. Alguien dirá, algún día, ser testigo de un mundo nuevo, pero es seguro que habrá los mismos males: hambruna, codicia, maldad, pestes, pandemias y guerras.
*Periodista

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