Juan J. Prieto L.*
Disipado el tumulto de luceros que adornaron la noche clara del sábado, dio sentido a una madrugada impetuosa, colgada en revelaciones salpicadas de olores y sabores y sudores pudorosos aliviaron la embriaguez de los deseos. De esa noche, que se alargó por todas las horas de la madrugada hasta hacerse joven la mañana, quedó allí, en la azotea, una toalla amarilla sin dibujos ni adorno ninguno, toda amarilla, allí quedó a merced de la intemperie reprochando la voraz desmesura de un restriego hambriento.
En la aquietada tarde dominguera la toalla seguía ocupando su espacio en la azotea como atascada por la soberbia astral. El tiempo seguía girando y otra vez el vacío que yacía con la toalla en la azotea se fue haciendo un recuerdo frecuente, volvió a hacerse estremecedor, corpóreo, sumado al despierto instinto de la posesión. Quién sabe cuánto tiempo estuvo allí aquella toalla amarilla, en el mismo sitio en la azotea.
*Periodista