Juan José Prieto1Lárez*
San Mateo, pueblito oriental que sirvió por muchos años como parada obligada en el viaje a lo más intrincado del sur venezolano. Una carretera asfaltada, achinchorrada y peligrosa atraviesa la inmensidad sabanera sembrada de balancines chupando lo que el diablo tiene en sus entrañas. Una estación de gasolina, un cementerio, una oficina de correos y unos mil habitantes fue todo cuanto yo conocí desde la primera vista al llegar a la cima del cerro Guaraguao. Allí pasé unos días con mi abuela Obdulia, mi tía Emery, y mis primos Zenaide y Franklin. Fueron mis primeras vacaciones fuera de Margarita.
No había mucho qué hacer allí, a no ser de los domingos que hacían carreras de caballos en una calle terrosa que se estiraba entre ceibas frondosas, todos acabábamos vestidos de polvo. Por las noches nos sentábamos en la bomba a contar los carros y camiones cargados de ganado con rumbo cierto entre la oscurana. Con algunos nuevos amigos nos íbamos a buscar mereyes y semillas para tostar. Otras veces me quedaba con mi tía atendiendo aquella oficina donde de vez en cuando recibíamos una carta para entregar a fulanito. Así conocí casas con sus gentes dentro abrazadas por el calor brotado del zinc. Había un prefecto Heraclio Figuera, sin prefectura, su casa servía de reclusorio para algún borrachito, que más temprano que tarde era puesto en libertad. Plutarco Trías era un muchacho avispado y atendiendo al ocio trajo la idea desde Puerto La Cruz de los remates de caballos. Enseñó a los otros a jugar y la fiebre se extendió a tal punto que el prefecto en vista de la merma de sus ganancias en las carreras locales se propuso combatir el promisorio entretenimiento que escandalizaba la ciudadanía.
Llegado el momento y sometido Plutarco al destierro lúdico, el prefecto se hizo cargo del remate alejándose de su investidura de primera autoridad. Un día que se corría el Clásico Simón Bolívar la muchedumbre se reunió en un morichal para lo que se presagiaban apuestas jugosa. Plutarco había esperado tranquilamente ese día, se había hecho mecánico y latonero. Con estas destrezas armó un viejo Falcón y lo pintó de verde aceituna, por las tardes lo pulía en secreto. Ese día domingo en la madrugada, como lo había planeado, fue hasta la medicatura y le extrajo la sirena a la desvencijada ambulancia donde jamás se subió a nadie con nada grave, solo sirvió para dar colas. Con anterioridad, para no levantar sospechas, había comprado un tobo rojo.
Ese día domingo no salió de su casa, pero estaba en el improvisado garaje con su obra maestra colocándole la sirena. Al tobo le hizo dos huecos por donde pasara una cabuya. Escuchando por radio las carreras esperó pacientemente la hora del clásico. Se montó en su carro y se fue despacito hasta esconderse entre matorrales a unos quinientos metros de los empedernidos jugadores. Cuando los ejemplares salieron en carrera, él también salió con el grito de la sirena y el tobo rojo amarrado al techo. La estampida de los rematadores fue descomunal: ¡coño la guardia, nos jodimos! gritaron y yo que soy el prefecto ¡nojoda!, dijo Figuera con los ojos fuera de sus cuencas. Plutarco hizo un fugaz trompo sin darles tiempo de mirar el conductor. Con la misma velocidad guardó el carro y se sentó en la bomba. Uno a uno fueron llegando y les preguntó qué que pasaba: ¡muchacho la Guardia anda como loca!
*Periodista