Juan José Prieto Lárez*
Siempre se dijo en Margarita que músicos y cantantes son de La Asunción. Lo cierto es que los asuntinos amamos la música, hombres y mujeres andamos siempre cantando, silbando, tarareando alguna melodía. Hasta hace poco las madrugadas tenían el motivo intrínseco de la música y el galanteo, las asuntinas dormían pendientes del acorde de una guitarra a altas horas, dejando escurrir una melódica poesía hecha canción. Las calles lucían presentables tal cual fuera un escenario para un espectacular recital. Una serenata dejaba desnudo al pretendiente de la muchacha, si éste no cantaba se colocaba al lado del dueño de la voz con algún instrumento, por lo general unas diminutas maracas acompañando el bolero declaratorio del amor que se sentía por ella. Una rosa pintada de azul, era motivo infaltable en el sublime repertorio. Las vecinas dormían plácidamente esperando algún día la propuesta amorosa a través de la música.
Un particular recuerdo tengo yo con la musicalidad asuntina. Siendo un niño escuché a mi madre cantar: “qué camisón tan blanco, tan blanco tan blanco”, extrañado por tan sincopado ritmo le pregunté el origen de aquellas notas que repetía una y otra vez. Recuerdo que era domingo, ya les diré porqué. Entonces me dijo espera que toquen segundo para misa y sabrás y te aprenderás esta melodía que jamás olvidarás porque en una iglesia siempre habrá campanas, y cuando estas llamen a misa recordarás este día.
Así lo hice, esperar. Arrimé a la enramada una silleta cerca de la cocina, tenía de frente, por encima de una mata de catuche, el campanario de la iglesia. Era la tarde de ese domingo, a las cinco y media observé la figura enflaquecida de Fidel, el campanero, tomar las cabuyas del badajo entre sus manos y comenzar una danza en justa consonancia con el sonido desprendido de la copa de bronce remoto, tomada con la fuerza hercúlea del jubo. A las seis era el último llamado y comenzaba la misa. Siempre los domingos.
Ahí estaba de nuevo mi mamá: “qué camisón tan blanco, tan blanco tan blanco”, entonces me dijo, “oye las campanas y canta al ritmo de ellas”, tenía razón. Además la ciudad adquiría un semblante enmarcado de fe, ese patrimonio que llevamos y que Dios nos lo bendice a diario. Nunca más se me olvidó aquella letra, aprendida por sus abuelos quienes la trasmitieron a todas las generaciones siguientes. Luego vinieron los cantos enseñados por el padre Agustín con un órgano de tubos que solo él tocaba, de esta manera mi generación se ató al sentimiento musical de La Asunción.
Cuando comenzaron nuestras andanzas en las plazas de Bolívar y Luisa Cáceres se inició la cultura musical propiamente dicha con las interpretaciones de la Banda “Francisco Esteban Gómez”, teniendo como director al maestro Augusto Fermín. También teníamos, y aun tenemos, los paseos de música para celebrar el santoral que reconoce la Santa Iglesia Católica. De allí vienen nuestros músicos de antes. Los de ahora, nuestros hijos, vienen del Sistema de Orquesta Juvenil e Infantil que es ejemplo mundial.
Dedico este sencillo texto todos los músicos asuntinos que se han ido y a los que todavía nos deleitan tan llenos de talento musical margariteño. Los recordamos cada vez que unas campanas repiquen en la iglesia más lejana.
*Periodista
peyestudio54@gmail.com