Juan José Prieto Lárez*
No lo llamaremos pueblo porque no lo fue, un caserío tampoco. Una comunidad, esa sería la definición más acertada. Solo era una explanada, un lunar de tierra en el cuerpo verde de una sábana vegetal. En un principio fueron no más de diez chozas de palma, no más familias que nuestros dedos. La nada como testigo de carencias y saber nada de sí. Ese minúsculo territorio la llamaron Angustia y las mujeres y niñas se mentaban igual. Los hombres eran nombrados Espíritu, todos eran un solo espíritu. No distinguían entre el bien y el mal, solo apreciaban la yuca y las gallinas, de las que nunca supieron cómo llegaron a ese remoto punto del inmenso territorio desconocido por ellos. La muerte era muy normal, sin llanto desgañitado, pero si el aire perfumado por el aroma de la savia de los árboles gigantes. Los que morían eran enterrados al pie de ellos para que llegaran pronto al cielo, un camino seguro para no desviarse en la travesía, sin dilación.
Por alguna casualidad un ramalazo de cristiandad pasó calmo por las arenas movedizas de la herejía. No fue del todo inútil la rauda visita, después de un veloz rosario y salpicaduras de agua bendita. Como muestra de la salutación en nombre de Jesús Sacramentado, les dejaron un cartón con la imagen de un santo con el nombre en letras que ellos no supieron nunca lo que decía. Nada más entendieron que todas las mujeres y hombres deben tener un santo que los ilumine y proteja del mal, cuál mal, se preguntaban. El cartón pasó unos días clavado a una vara con una espina de naranja hasta que alguien recordó que el librito que les enseñaron con el mayor de los apuros, la misma imagen tenía unas tablas cruzadas a los cuatro costados. Pues bien, cortaron unos palos de bambú y lo mismo hicieron, y en una mesa amarrada con bejucos lo pusieron, no sin darse cuenta que estaba opaco el rostro de la imagen celestial. La matrona rompió un huevo de gallina y con la clara pulió la acartonada figura. La sombra de un samán hizo lo demás. El hombre más antiguo elaboró unos cirios con un patuque de savia de los muertos viejos, guate de gallina y trocitos de palo secos, una hoja de lirio de agua fue la mecha.
En medio de un redondel colocaron la mesa con su carga santoral y cuando el astro se perdiera de vista encendieron los cirios y todos haciendo hileras en frente, se sentaron a mirarlo. Al concluir una letanía mal aprendida de los fugaces forasteros de la palabra de Dios notaron dos gotas que se venían lentamente llevándose consigo el brillo de la clara. Como no sabían lo que era un milagro nadie decía nada. La matrona conociendo la fragilidad de lo untado exclamó: se le está derritiendo el huevo al santo por la candela. Un adolescente soltó una carcajada como pícara expresión. Todos rieron y se abrazaron y hasta bailaron el santo, supieron lo es una fiesta. Entre la maleza se movían sombras horizontales hasta que el sol despuntó insolente, las mujeres seguían cantando y los hombres pasaron días sin probar un bocado. Años después allí mismo en la misma explanada, surgió la ciudad de San Lucas, allá en las enconadas riberas de Río Negro.
*Periodista

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